lunes, 29 de enero de 2024

EL GRUPO LITERARIO GUARDENSE CONVOCA LA 53 EDICIÓN DEL CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO

 



LIII CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS DE GUARDO – 2024

BASES

– Se establecen los siguientes premios:

  • Un primer premio de 1.500 euros, aportado por la Diputación de Palencia y reproducción de la escultura al minero, al mejor cuento presentado de tema libre.

  • Un segundo premio (Premio Provincial) de 500 euros, donado por el Ayuntamiento de Guardo y reproducción de la escultura al minero, al mejor cuento presentado de tema libre por autor palentino, nacido o residente en la provincia de Palencia.

– Los cuentos serán en español, originales, inéditos y no premiados en otros concursos, con extensión máxima de cuatro hojas, en formato A-4, escritos por una sola cara y con un tamaño de fuente no inferior a 11 e interlineado no inferior a 1,5.

3 – Los cuentos se enviarán en un sobre por triplicado, grapados y sin firmar. Dentro del sobre se acompañará una plica, en la que se incluirá título del cuento, nombre, apellidos, dirección y teléfono.

4 – No podrán presentarse los autores que hayan sido premiados en anteriores ediciones, pero sí optar a la categoría en la que no hayan sido galardonados.

5 – Los envíos se harán por correo ordinario a la siguiente dirección:

Ayuntamiento de Guardo (A la atención del “Grupo Literario Guardense”)

34880 - Guardo (Palencia)

6 – Los autores palentinos que quieran optar al premio provincial, deberán hacerlo constar expresamente en la cabecera del cuento, indicando “Opta al Premio Provincial”.

– El plazo de presentación de cuentos comienza el 5 de febrero y finaliza el 16 de marzo (ambos inclusive) de 2024.

8 – El fallo del jurado se realizará, previsiblemente, el 31 de mayo, tras lo cual se comunicará en la prensa, radio y el blog del concurso: https://concursocuentosguardo.blogspot.com/

9 – La entrega de premios y lectura de cuentos tendrá lugar en un acto cultural, el 22 de junio. El lugar, hora y demás cuestiones relacionadas con la gala de premios se comunicará, oportunamente, a los premiados.

10 – Es requisito imprescindible que los autores galardonados, si estos residen en la península, se presenten en el citado acto cultural para leer su trabajo y recibir el premio correspondiente.

11 – Los trabajos premiados quedarán en propiedad de la organización, así como los derechos de explotación de la propiedad intelectual (reproducción, comunicación pública, distribución y transformación) que quedarán cedidos en exclusiva al Grupo Literario Guardense, sin límite territorial ni temporal alguno, adquiriendo este último el derecho de publicación de los mismos, mediante cualquier sistema o formato, modalidad o procedimiento, mencionando la autoría de los mismos.

12 – Los trabajos no premiados no serán devueltos y se destruirán después del fallo del jurado.

13 – El Grupo Literario Guardense se reserva el derecho de modificar plazos, fallo del jurado, fecha de entrega de premios, así como cualquier otra cuestión relativa al Concurso, circunstancias que podrán ser consultadas en el blog del Concurso: https://concursocuentosguardo.blogspot.com/

martes, 20 de junio de 2023

Cuento ganador en la categoría provincial del LII Concurso Internacional de Cuentos de Guardo, "Mi versión de los hechos", Ernesto Sagüillo Tejerina

 

"Mi versión de los hechos", Ernesto Sagüillo Tejerina


Contemplar su bello rostro es la única relajación. Un dulce bálsamo. Son muchas horas sentados. Sin descanso. No soporto esta tensión. La densa incertidumbre. El ambiente cargado, espeso. Al menos, está ella. Ahí. Al otro lado de la mesa rectangular. A poco más de dos metros de mí…
Si, descuidada, torna sus delicados ojos hacia el lugar que ocupo, yo retiro los míos. No quiero que sospeche de mis sentimientos. Sé que es un deseo inalcanzable que no atravesará el muro de mis labios. Como tantas veces. Y al que se impone un plazo preclusivo. Cuando salgamos de esta habitación, cada uno seguirá con su vida. El reencuentro será imposible. Si me atreviese a pedirle su número de teléfono... Con cualquier disculpa. Qué sé yo. Que trabajo como vendedor de enciclopedias. O que soy deshollinador de chimeneas… ¡Vaya tontería! Hoy nadie compra enciclopedias ni deshollina chimeneas.
La frágil esperanza es que el debate se prolongue indefinidamente. Como el decimal periódico de una división. Hasta que los demás desfallezcan y quedemos solos. Así podría estar más cerca de ella. Notar su aroma. Devolver sin temor esa mirada limpia. Escuchar el tono pausado, melodioso, sensual de su voz. Ilusionarme con un idílico futuro en común…
De repente, abandono mi meditación. Noto que soy el objeto de atención. Ocho pares de ojos se fijan en mí como quien está presto a afilar la hoja de su cuchillo y dirigirla contra el culpable de sus males.
-Félix, ¿es que no nos escucha? Le hablamos y no contesta.
-Perdón. No me había enterado. Es que el cansancio me vence. Llevamos tanto tiempo aquí.
-Sí, por supuesto. Nosotros estamos igual. Queremos terminar. Por eso, le preguntábamos si ha reconsiderado su posición anterior. Debemos votar de nuevo.
Guardo un nervioso silencio. Todo empezó unos meses atrás. Con una carta. Al membrete se pegaba el papel rosado de un acuse de recibo. Una cita con día y hora. Debía presentarme personal y obligatoriamente. Me informaban de que podía alegar. ¿Qué aduciría? Acaso podría pedir un informe médico. A veces, me siento extraño, como que no soy yo. Me invade una sensación de desconexión. De pérdida de conciencia. No soportaría ver más médicos. He sufrido a bastantes en estas largas jornadas de mi prolongado otoño. No había alternativa. Acudir.

Han sido varios días de sesiones maratonianas.
-Ahora deben cumplir con su misión. Alea jacta est. Ustedes pasan a ser los protagonistas -las palabras han salido firmes desde la mesa presidencial. Como un presentador de televisión que encomienda a los participantes de un concurso resolver un intrincado acertijo. La impostada prestancia y la rotunda seguridad de los gestos de la mujer que preside casan con la solemnidad de la levita negra acharolada y la delgada corbata del mismo tono.  
Abrumados por el intangible peso de la responsabilidad, desfilamos ordenadamente ante atentos espectadores que tratan de adivinar nuestro dictamen. Sigo disciplinado el paso de mis atribulados compañeros. Nos internamos tras la puerta del habitáculo contiguo. Frente a las amplias dimensiones de la precedente, esta habitación es recoleta, estrecha. Carente de cualquier adorno o signo que revele su función. Nueve sillas con respaldo acolchado en torno a una mesa biselada por todo mobiliario. Cada uno de nosotros, meditabundo, ocupa un asiento. Otra puerta se abre en la pared lateral. En la del fondo, abuhardillada, una pequeña ventana en forma de ojo de buey permite la entrada de luz natural.
El auxiliar ha pronunciado nuestros nombres uno por uno. Antes de abandonar la habitación, nos desea una pronta decisión. Sus hijas le esperan en casa y no querría que se le hiciera tarde. Luego no quieren cenar y le dan la noche. Cierra la puerta. Quedamos aislados. El mundo sigue a un lado y nosotros estamos, solos, al otro. Conforme nos vamos aposentando, uno saca unas notas manuscritas, otro, una hoja en blanco y un bolígrafo de tinta roja, una tercera lee unas frases en un papel, una más lanza un suspiro. Un hombre de mediana edad y rostro abotargado toma la palabra.
-Ya lo han oído. Lo primero es elegir un portavoz.
Nadie lo discute. Él será el portavoz. La chica joven sentada a su derecha, ella precisamente tenía que ser, es la primera en romper el hielo.
-Yo lo veo claro, amigos. Las pruebas son suficientes.
Se abre un incómodo silencio. La incertidumbre se apodera del ambiente. Una mayoría baja la cabeza. No parecen convencidos. Alguien tendría que contestar. Debería ser yo. Sería la oportunidad de demostrar lo que siento. Podría decir: sí, has estado perfecta, maravillosa, haremos lo que tú digas. Pasados unos instantes, es un atractivo maduro, de rasgos armoniosos, perfectamente rasurado y arreglado, con marcada raya a un lado de su cabello, el encargado de la réplica:
-Pues yo estoy de acuerdo. Sí, ha habido alguna pequeña contradicción. Al final, nadie estaba presente cuando sucedió el hecho. Pero llegó la policía y encontró al acusado por allí.
Se me ha adelantado. Ella lo mira arrobada. Él sí sabe cómo conquistar a la chica. Debo reaccionar. He quedado desplazado en un vértice de la mesa. Se están equivocando. Ahora me doy cuenta. No puedo dejarme llevar por la fascinación. Alzo la voz.
-Yo, eeeh -toso brevemente. No consigo disimular mis nervios. Detesto hablar ante un auditorio desconocido-, yo… no estoy de acuerdo. Las pruebas son circunstanciales. No concluyentes. Conozco bien el barrio. Vivo en las inmediaciones. El autor pudo esconderse. O escapar antes de la llegada de la policía.
Recibo miradas inyectadas en desagrado. Los demás exponen sus opiniones. Un par de colegas me muestran, si no su apoyo decidido, sí el beneficio de la duda. Entre ellos, el portavoz. El resto está decididamente con la chica. ¡Qué me hubiera costado quedarme callado! Ella me ignora. He sepultado cualquier esperanza.
Cada uno se enroca en su posición. Se reiteran idénticos motivos y reproches. Yo aguardo abstraído. Pienso en lo que haré mañana cuando no tenga que volver. Cuando ya no la vea.
Embarcados en un intercambio estéril, nadie altera su postura. Los nervios van en aumento. Uno de los hombres, ausentado con la excusa de ir al baño, no puede ocultar el olor a tabaco. Una mujer llama al auxiliar y demanda un botellín de agua. El único vínculo con el exterior es la abertura del ojo de buey. Una gaviota atraviesa en dirección al puerto. Dos lejanos aviones se cruzan y dejan sobre el cielo la estela de sus motores. Las nubes grises avanzan imparables y aventuran otro atardecer lluvioso. Si me acerco más, alcanzo a divisar los picos de las montañas, perlados por salteados cercos de nieve. Una columna de humo parte de la enhiesta chimenea de la siderurgia. Las hojas de los álamos baten arrastradas por el viento del nordeste. El despreocupado griterío de niños uniformados bulle desde el parque infantil.
El portavoz nos invita a volver a la contienda. Toma la iniciativa.
-Repasemos lo sucedido en el juicio. Prueba a prueba. Somos un jurado y nuestra obligación es emitir un veredicto. ¿Es que no se acuerdan de lo que nos dijo la magistrada? “Ustedes están capacitados”.
Regresamos mentalmente a la sala grande. En la escena inicial, nos habían colocado en uno de los lados del estrado, alineados en un par de bancos, el segundo ligeramente elevado sobre el delantero. En este carnaval, los otros intervinientes, sentados enfrente nuestro, habían elegido idéntico disfraz. Se sucedían en el turno de palabra. Disertaban con convicción. Aunque sus tesis eran contrapuestas, conseguían, como hábiles vendedores, que asintiésemos a sus peroratas. Por momentos me distraía. En la primera fila, ligeramente a mi izquierda, me percaté de la joven. Fue entonces cuando puse los ojos en ella. En el pelo, primorosamente rubio y peinado en ligeras ondas. En los pendientes de aro que colgaban tentadores. En su grácil cuello. La mejilla que quedaba a la vista era suave, sonrosada. La más cercana de sus pobladas pestañas me ocultaba el brillo marino que, más tarde, descubriría en sus ojos. Ella se giró un instante. Quizá se sentía espiada. Seguro que también los demás se percataron de mi imperdonable indiscreción. Y el público. Y tal vez la presidente. Debía concentrarme en los discursos.
En la esquina del estrado, un hombre asistía indiferente. Él no llevaba disfraz. Vestía una camisa levemente raída y un jersey a cuadros pasado de moda. Apenas podía mover las manos. Al intentar levantarlas, resultó tenerlas sujetas por las muñecas. Comprendí el juego. Los sentados a este lado decidiríamos sobre la vida del esposado. Me fijé más. El rostro se asemejaba al mío. Mirada triste. Nariz respingona. Boca pequeña. Una edad similar. Podría ser yo si no fuese por su barba. Una barba pelirroja, poblada, donde el largo pelo se ensortijaba no queriendo alejarse de la mandíbula. Callaron los otros y él se colocó frente a quien presidía.  Depuso sin ánimo de duda. Como un actor que hubiese ensayado mil veces cada detalle.
-Yo no he sido. Lo juro por lo más sagrado -las lágrimas brotaban de sus ojos saltones.

Antes de comenzar la nueva votación, una voz interrumpe el silencio. Es ella.
-Bien. Algunos de ustedes han objetado que no hay testigos presenciales. El cadáver presentaba dos heridas de arma blanca y el acusado fue encontrado desarmado. Recuerden que nos han explicado la prueba indiciaria. Todos comprendemos lo que son los indicios -ella se está dirigiendo a mí y yo, avergonzado, simulo no oírla. No quiero sus reproches. Preferiría unas palabras cariñosas. Ella no me entiende-. El acusado estaba cercano al lugar donde apareció el cuerpo sin vida. Era noche cerrada y no se halló a nadie más por los alrededores. Mantenían mala relación. Había una condena previa por agresión. Tuvo tiempo de deshacerse del arma. Además, está esa testigo…
El seductor maduro continúa con su apoyo entusiasmado:
-Tiene razón. Y qué me dicen de esa versión que ha dado el acusado. Es increíble. Que él sólo pasaba por allí, que, entre las sombras, vio a alguien huir corriendo como una gacela. No le llamó la atención nada del fugado. No podía ofrecer datos de él. Es sencillamente insostenible. No tiene ningún apoyo.

Por la sala había desfilado un variado elenco. El tendero de la esquina que no podía creer lo sucedido. El policía avezado. El funcionario que controlaba la condicional del acusado. El amigo de la infancia que contó cómo aquel había caído en la mala vida. Un doctor orgulloso de sus conocimientos que admiró a la sala con sus términos rimbombantes y expresiones ininteligibles. Y la vecina curiosa quien, desde la oscuridad de su ventana, había reparado en el paso nervioso de alguien que, por su complexión, bien podía ser el esposado.
Quienes tomaron la palabra al principio protagonizaban el último acto. Me había prometido prestar atención a sus palabras. Imposible. Mi cabeza se negaba a seguir esos discursos. Trataban de cosas ajenas a mí. La vida, la muerte. A mí, no me interesa. ¡Qué más da! Hoy estoy vivo. Lo sé. Estoy seguro. ¿Y si merecía morir? La presidente nos arengó. Hablaba con afectación. Gustaba de palabras rebuscadas. Se valía de latines, como los curas cuando yo era niño.
-Da mihi factum dabo tibi ius. Se les ha instruido sobre su misión. Fijen los hechos. Recuerden que, para las decisiones favorables al acusado basta la mayoría simple, pero las contrarias a él necesitan de una mayoría cualificada de siete votos entre los nueve jurados.

Llega el momento culminante. El del acuerdo. El que pone fin a esta representación. El portavoz, indisimuladamente exultante tras mudar de opinión, proclama:
-Por fin hay quorum. Ocho votos a uno. El acusado es culpable -se dirige a mí-. Ya ve que se ha quedado solo, Félix. Reconozca que estábamos equivocados. Yo me he arrepentido a tiempo. Vamos a redactar el veredicto y esto habrá terminado.
Intento alzar la mirada decaída, vencida. De niño la ponderaban por su profundidad. Apagado su lustre por el imparable caer de los años, giro el cuello para que no se me oculte ninguno de los expectantes compañeros. Buscan si sigo inmutable en mi postura. Tal vez me crean si insisto. Si despliego la batería de argumentos. Si soy lo bastante hábil para hacer surgir en ellos la duda razonable. Quizá hasta ella recupere la confianza en mí. Ha llegado el momento de completar mi versión de los hechos.
Por un par de segundos, ensayo un gesto. Musito unas palabras. Nadie logra interpretar los susurros. Bajo los ojos. Renuncio a convencerlos. No me siento capaz. La votación es firme y la decisión está tomada. Mi voto nada vale. Sólo hay una razón y no la puedo dar. Él no podía ser porque había sido yo. FIN.

Cuento ganador en la categoría internacional del LII Concurso Internacional de Cuentos de Guardo, "Cuando atizas en vísperas de agosto", Natalia Calle Faulín

"Cuando atizas en vísperas de agosto", Natalia Calle Faulín

Sólo una de las veintisiete chimeneas que crestean el pueblo escupe humo. A bocanadas, como si se tratara de burlonas carcajadas lanzadas al astro rey justo cuando, en los albores de la mañana, tras la línea casi plana que la loma dibuja bajo un cielo completamente raso, asoma ya su resplandeciente aureola.

Esas insolentes garrochas humeantes son el único indicio que denota vida en una casa prominente, de hermoso patio delantero y amplia huerta en la trasera, que, sin duda, debió de ser de gente bien en otra época, pero que ahora, tras el devenir implacable del tiempo, por su desconchada fachada, por el derrumbe de una de las esquinas de su tejado, por sus viejas y astilladas contraventanas y por sus, al menos media docena de cristales rotos, parece no más que un cuerpo inerte al que las larvas devoran sin prisa pero sin pausa. Dentro, en una cocina desvencijada, completamente revuelta, está toda la vida que le quedan a esas cuatro paredes que no hace tanto fueron hogar.

El fuego dibuja bailarinas y juguetonas sombras sobre las paredes, envuelve esa cocina en una cálida luz anaranjada y silva una suave y relajante sinfonía al compás del crepitar de la leña. Un fuerte chasquido escapa fugaz del fogaril en el preciso instante en el que los troncos de roble que coronan la pira de leña comienzan a ser engullidos sin piedad. El repentino sonido rompe el tranquilo sueño de Solo, que alza su cuello, eleva sus puntiagudas orejas hasta el infinito y clava su felina mirada en el naranja eléctrico de la lumbre en busca del causante de tan inoportuna afrenta.

- Tranquiiiiilo…-, le susurra el viejo al tiempo que comienza a atusar su encrespado pelo, delicada e incansablemente, hasta que vuelve a recostarse sobre su regazo, a cerrar los ojos y a recuperar el plácido compás en su ronroneo. – No van a venir. ¿Verdad, Juliana?, ¿verdad que a nuestra casa no van a venir?-, dice elevando tímidamente la voz, girando la cabeza sobre su hombro derecho y clavando su mirada (ya perdida en un horizonte infinito), en la vieja puerta de madera cerrada con el tranco de nogal que sus manos tallaron hace más de cuatro décadas, cuando los surcos que hoy las invaden ni siquiera habían iniciado su conquista. Hace ademán de agudizar el oído y, como si intuyera los pasos agitados de Juliana al otro lado, vuelve a hundir su voz en un susurro: - Sosiega, mujer, no te alborotes. Si te encalma, lleva a los chiquillos al pajar, que se guarden como hemos hablado, que se estén quietecitos y no hagan ni el más mínimo ruido. Déjaselo bien dicho al Toñín, que ése está hecho un perillán…¡Pero no tengas miedo, mujer!, que a mí no me van a llevar. Yo nunca he andado en líos, ni he atizado fuegos por ahí. Nunca he dicho una palabra más alta que otra, ni a Don Eloy, el médico, ni a Don Francisco, el maestro, mucho menos a Don Saturnino, que bueno…, si a acaso, me recriminó levemente una vez, al cruzar junto a la tapia del huerto de atrás, por encontrarme faenando en jornada dominical y no haber acudido a misa de San Ignacio (en todo caso, no debía de tomar eso como afrenta, vamos, digo yo). ¿Para qué van a querer llevar a un don nadie? No soy más que un humilde campesino...-

Y vuelve a girar su rostro hacia la lumbre, dejando hundirse sus ojos poco a poco en sus hipnotizadores tonos anaranjados, rojos y violetas. Y deja caer un par de palmaditas sobre el lomo del gato para hallar de nuevo su propia tranquilidad.

El animal ha sido su única compañía durante los siete últimos años. Le bautizaron con el nombre de Solo porque fue el único superviviente de una camada de cinco que fue perdiendo a sus miembros, uno a uno, en un goteo imposible de frenar, desde que un sábado cualquiera su alumbradora tuviera la nefasta necesidad de cruzar el camino alto en busca de algún ratón que llevarse a la boca, en el preciso momento en el que la furgoneta de Tomás, el panadero, el único vehículo a motor que por entonces circulaba por el pueblo, llegaba para el reparto diario. Un golpe seco la reventó por dentro y la lanzó a la cuneta en apenas un segundo, y el hilo de sangre que surgió de su oreja derecha comenzó a estrangular a sus vástagos cuando apenas habían aún despegado los ojos, ni salido de la oscuridad del pajar de Antonio y Juliana, por entonces ya desnudo de hierba, pero en el que, junto a varios trastos asociados a la matanza ya en desuso, permanecían pulcramente ordenados rastrillos, horcas, azada, hacha, cuerdas y otros útiles de laboreo agrícola y pastoril, vestigios de la esforzada economía del hogar.

Insuflar vida a aquel minino, el único completamente negro de la camada que apenas sí se la escurría entre los dedos cuando quedó huérfano, al tiempo que perdía la propia, fue lo último que hizo Juliana.

Fue precisamente por aquel entonces, cuando ella empezó a tener fuertes retortijones en el bajo vientre, a sentirse cada vez más débil, a devolver cuanto atravesaba su gaznate, a perder peso de forma precipitada hasta quedar en una figura enjuta envuelta en una piel agrisada. Y para cuando Manuel y Toñín la convencieron para llevarla a la ciudad a que la viera un médico más entendido que en catarros, dolores livianos y curas básicas que Don Eloy, ya era demasiado tarde, ya el mal había comenzado a devorar sus entrañas y no había nada que hacer ante un desenlace cruel que se antojaba cercano.

Como quien no teme encontrarse de frente al lobo en mitad de la noche, ante el inesperado diagnóstico Juliana se tragó las lágrimas, se levantó de aquella moderna silla de pvc azul cielo que tanto distaba del taburete de madera al que estaba acostumbrada, agradeció al doctor su amable atención y cerró la puerta dejando tras ella el miedo, el pánico, el pavor que siempre imaginó le tendría a la muerte. Apenas cruzó la puerta de salida, se aferró a las manos de cada uno de sus hijos y con voz firme les ordenó que vivieran sus vidas, que miraran adelante y la dejaran a ella permanecer en su casa junto a Antonio. No quería más, les dijo mirándolos a los ojos, con pleno convencimiento, con voz clara, sin titubeos, que poder morir en paz entre aquellas cuatro paredes en las que siempre había encontrado refugio para su alma y calor para su corazón, incluso en la peor batalla personal que tuvo que enfrentar cuando su esposo fue llevado y el ulular de las balas rompió el silencio de la noche.

-¡Rediela!, ¡Eres más terca que una mula, Juliana! Si don Eloy dice que tiene que verte un especialista, pues habrá que ir, ¿no? A ver si vamos a saber ahora nosotros más que el que ha estudiado Medicina. Mañana se coge el coche de línea y punto-, apostilla el bueno de Antonio golpeando con la palma de la mano sobre la mesa con la escasa fuerza que aún atesoran sus lánguidos brazos y clavando la mirada sobre ese ancho en el que la mujer con la que compartió 53 años de su vida, acostumbraba a sentarse en el taburete de fresno que él talló, ligeramente ladeada hacia la luz que brindaba un ventanal hoy cegado por las contraventanas, a tejer, a remendar, a descucar o a leer el Promotor, dependiendo del momento que el calendario marcase. – Que digo yo, que después de lo que hemos pasado… Que tú siempre has dicho que tienes el cupo de dolor y sufrimiento cubierto en esta vida, que con ver fusilar a tu padre, enterrar sola a una hija de siete años y sufrir la ausencia del marido por no más que la sinrazón humana con un vástago recién echado a andar y otro colgado de la teta, ya has cumplido de sobra la penitencia a los cristianos en este valle de lágrimas… Así que, no temas, mujer, que seguro que el médico de allá da con una buena solución y te avía las tripas.

No había tal solución y, tras cumplir la última pero indiscutible orden de su madre, no más de un año después, Manuel y Toñín regresaron a la casa en la que la muerte la había hallado completamente en paz, esta vez para sostener a su padre, tan abatido por fuera como destrozado por dentro, y llevarle, prácticamente en volandas, a darle el último adiós al pilar de su vida en lo más alto del empinado campo santo, bajo una cruz que Antonio podía ver desde la ventana de su habitación y a la que le dedicaría, inexorable desde aquel día, la primera mirada en su despertar.

Así fue desde entonces, día tras días, sin más mudanza en aquel gesto que la de ir acompañado alguna de aquellas mañanas por incontenibles lágrimas, hasta que el bueno de Antonio se olvidó, irremediablemente, de que, en vísperas de la irrupción de agosto en el calendario, no se atiza la lumbre.

No es menester hacerlo, salvo que uno ya no sepa si tiene frío o calor. Y en este nuevo 31 de julio, festividad de San Ignacio de Loyola, hace ya tiempo que Antonio no tiene percepción de calendarios ni de temperatura, como tampoco sabe si debe abrir las contraventanas a la luz del día, si ha abierto la puerta al gato para que salga a hacer sus necesidades y a cumplir sus pequeñas fechorías de gato, si ha tomado su habitual tazón de leche con pan con miel antes de acostarse o si la Paulina y la Paquita han golpeado la aldaba como hacen a diario desde que sus hijos pidieran a las hermanas si tenían a bien tocar de vez en cuando a la puerta de su padre para comprobar que se encuentra bien.

- ¡Mecagüen todos los Santos! Juliana, apresúrate, diles a los chiquillos que ¡mutis!, que ya están aquí, que ¡han venido!- susurra agitado lo que queda de Antonio mientras intenta zafarse de Solo y asirse a los reposabrazos de su silla de mimbre para levantarse. - No me van a llevar, no me van a llevar, esos desgraciados no me van a llevar…-, gimotea mientras el sonido de la aldaba sobre la puerta golpea su alma con idéntico estruendo al que, aquella noche del treinta y siete, provocaron los fusiles sobre los cuerpos de un puñado de vecinos, vecinos y amigos, primo uno de ellos, que corrieron peor suerte que él y fueron paseados en la madrugada más amarga de un pueblo que ahora cuenta ya sus moradores con los dedos de una mano, después de que muchos lo hayan abandonado para acabar consumiéndose en residencias o en la soledad de pisos más cómodos, los más para engrosar la colección de nombres esculpidos en las lápidas del cementerio.

Arrastrando sus pies cansados, sin el peso de los recuerdos en su memoria, pero con la carga, infinitamente mayor, del dolor en su corazón, atenazado por la angustia, pero sabedor, por alguna extraña laguna que aún se mantiene viva en su mente, de que no queda otro remedio, consigue llegar a la puerta. El viejo Antonio descorre con torpeza el pestillo y se encuentra de frente a unos hijos a los que ya no reconoce. Sin la entereza de aquella otra ocasión ni mirada que lo sostenga como entonces, preso esta vez del más absoluto pánico, arranca a llorar como un niño pequeño.

- ¡Padre! ¡Sosiegue! ¡Cálmese!, por favor. No se preocupe, hemos venido para llevarle…


domingo, 18 de junio de 2023

Gala de entrega de premios de la 52 edición del Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 



El Concurso Internacional de Cuentos de Guardo escribe hoy una brillante página literaria con la entrega de premios de su 52 edición.

Enhorabuena a Natalia Calle Faulín, ganadora del premio internacional, hoy hace historia en este concurso, y al escritor guardense Ernesto Sagüillo, que se ha alzado con el premio provincial.
Enhorabuena al Grupo Literario Guardense por mantener viva la llama literaria a tan alto nivel y en especial a Julia Estrada por su excelente pregón.

Ver Gala:



miércoles, 7 de junio de 2023

La escritora guardense, Julia Estrada Serrano, pregonará la 52 edición del Concurso Internacional de Cuentos de Guardo

 


La Gala de entrega de premios tendrá lugar, el sábado 17 de junio, a las 7 de la tarde, en el Auditorio Municipal de Guardo.

El pregón literario este año correrá a cargo de Julia Estrada Serrano, escritora y miembro del Grupo Literario Guardense. Julia es, también, socia fundadora del Ateneo de Palencia e integrante de su sección de literatura, donde ha presentado a autores como Javier Sagarna, José Ángel Zapatero, Joaquín Leguina y Asier Aparicio.

En 2020, ha publicado el libro de relatos “Otra tarde sin Mar”. Alguno de sus relatos ha sido publicado en la antología “Historias del Románico”, o leídos en el programa Sexto Continente de Radio Nacional/Radio Exterior de España.

En la parte musical que cerrará la Gala, contamos con la actuación del grupo local “ÁLMARO”, grupo que surge por la iniciativa de Oscar Renedo que, junto a su padre, Rafael Renedo, llevan ya cuatro años componiendo canciones y dando recitales. En 2019, lanzan su primer EP, titulado “Tantas Cosas”. Al año siguiente, a través de las redes sociales, sacan su segundo trabajo, cuyo título es “Dónde”, compuesto por cuatro temas, todos ellos originales que obtiene muy buena acogida.

En 2022, sale su más reciente EP titulado “Nube de gas” que ha contado con la participación de Luis del Toro, conocido productor e ingeniero de sonido de artistas como, Vanesa Martín, Morat, Los Secretos, etc.